por José M. Tojeira

La ciudad ha sido a lo largo del tiempo lugar de movimiento e impulso histórico. Ha puesto orden y racionalidad en la convivencia humana y ha sido espacio de creatividad, de cultura y de idealización de la convivencia humana. El pensamiento crítico, la ampliación y la construcción de caminos de conocimiento de sí mismo, la racionalidad, la ciencia, el derecho y la democracia son fruto de la convivencia en las ciudades y de los desafíos que la misma convivencia ampliada presenta al ser humano.  Pero también de la ciudad nacieron la mayor parte de los imperios con sus afanes de dominio e imposición cultural, las estructuraciones violentas del poder y las consideraciones cínicas de la política. La idea de la ciudad como símbolo de convivencia humana refleja también la idea del Dios en el que se cree. En el simbolismo bíblico la ciudad de Jerusalén, ciudad de paz, es el símbolo de la presencia y las promesas de paz y justicia que Dios hace a su pueblo. En el Nuevo Testamento el Apocalipsis espera la venida de la nueva Jerusalén como símbolo de la consolación definitiva para los justos, especialmente para aquellos “que lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero”. Babilonia, en cambio, se presenta como la ciudad dominada por un monstruo, símbolo de traición y brutalidad, donde domina la idolatría. Ciudad traicionada, marcada por el triple número de la imperfección.
Pero comencemos viendo a la ciudad en los procesos de humanización. La ciudad fue en el pasado fuente de desarrollo humano. El  derecho, el conocimiento racional, la reflexión sistemática sobre la realidad y la historia, el arte de la política, nacieron en las ciudades y fueron instrumentos clave en los procesos de emancipación personal. Las Universidades, que surgieron al calor de las ciudades y de la burguesía medieval, introdujeron en la Edad Media el conocimiento y el saber como nuevos elementos de configuración y construcción social, además del sacerdocio y el imperio, hasta entonces dominantes en la estructuración de las sociedades. Ya en nuestra época, con el desarrollo de la técnica y el dominio del mercado, unidos a la masificación urbana, la ciudad corre el riesgo de quedar dominada por el consumismo y por una cultura mediática que conduce a una falsa autonomía. La búsqueda individual de la satisfacción inmediata, la espectacularización de los éxitos del poder y el dinero, y el aislamiento individual de una virtualidad cada vez más extendida, conducen hacia la soledad y la despersonalización.
Hoy como ayer, las ciudades mantienen el doble rostro de esperanza y de maldición. Algunas de ellas, generalmente no muy grandes, han conseguido una convivencia cordial y unos servicios públicos abiertos a todos, junto con un sano equilibrio con la naturaleza. Otras, sobre todo de gran tamaño, concentran desigualdad socioeconómica, violencia, contaminación y marginación. El derroche y la exclusión conviven con frecuencia, separados solamente por una calle, cuando no un muro. Se convierten en polo de atracción para la migración interna y externa y terminan creando guetos. En esos barrios marginales se cumplen con exactitud las palabras del Papa Francisco en su carta Laudato Si: “El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social”.
La masificación y despersonalización urbana, junto con un consumismo individualista invasivo, crea un amplio malestar. Nos dice Zygmunt Baumann que “la sociedad moderna, al suprimir las comunidades y las corporaciones, estrechamente unidas, que en el pasado definían las normas de protección y velaban por su cumplimiento, y sustituirlas por el deber individual de ocuparse cada uno de sí mismos y de sus asuntos, se ha edificado sobre las arenas movedizas de la contingencia. En una sociedad semejante, los sentimientos de inseguridad existencial y el temor a peligros indefinidos son, inevitablemente, endémicos”. La tendencia a crearse espacios-burbuja, muchas veces pagados, que protejan a quienes tienen recursos, tiende a dejar fuera del bienestar a amplios sectores de la población. En las grandes urbes del tercer mundo en las barriadas periféricas en las que el hacinamiento, a informalidad laboral y la carencia de servicios básicos condenan a la precariedad permanente. Y en el mundo desarrollado amplias zonas también en las que se mezclan migrantes, desempleados y juventudes sin futuro. Se vacía la existencia de quienes pueden comprar la felicidad de las cosas en la burbuja del bienestar y se llena de resentimiento a quienes solamente desde lejos vislumbran la propaganda rutilante y sus luces de neón.
Es cierto que incluso en las peores situaciones urbanas de hacinamiento y falta de servicios los seres humanos han podido y pueden lograr en ocasiones niveles altos de solidaridad y protegerse de esa manera de la inseguridad social. Las luchas de barrios marginales por el agua y el saneamiento o por el acceso cercano a la salud, han sido con cierta frecuencia ejemplo de solidaridad que brota de las esperanzas con las que tantas personas acudieron a la ciudad. Pero es indudable también que en los barrios periféricos se suelen dar demasiadas circunstancias que permiten al crimen y a la violencia echar raíces. El narcotráfico y la delincuencia se refuerza en las sociedades en las que el individualismo consumista, acostumbrado a la compra de la satisfacción inmediata del deseo, se convierte en cultura dominante. El mercado arroja y relega a una pobreza difícil de superar a demasiadas personas. De nuevo Baumann nos dice que “separar y mantener la distancia se ha convertido en la estrategia más habitual en la lucha urbana por la supervivencia. La línea a lo largo de la cual se trazan los resultados de esta lucha se extiende entre los polos de los guetos urbanos voluntarios e involuntarios”.
El fraile agustino Luis de León, perseguido en el siglo XVI por la Inquisición española, consideraba que la vida estaba permanentemente en riesgo: “si miro la morada, es peligrosa,/ la salida, incierta, el favor mudo,/ el enemigo crudo,/ desnuda la verdad, muy proveída/ de armas y valedores la mentira”, decía en una de sus poesías. Lo que era de algún modo excepcional en aquellas épocas, se ha generalizado en muchas de las zonas marginales de nuestras ciudades latinoamericanas. El sociólogo contemporáneo, Gilles Lipovetsky, decía que “por un lado los jóvenes de los barrios periféricos de las grandes ciudades asimilan masivamente las normas y los valores consumistas. Por el otro, la vida precaria y la pobreza les impiden participar plenamente en las actividades de consumo y en las diversiones comerciales. De esta contradicción surge con fuerza un chorro de sentimientos de exclusión y de frustración, al mismo tiempo que comportamientos de tipo delictivo”. Cuando arrojamos al mundo migrante a la precariedad y la pobreza de los barrios marginales y  añadimos miedo o desprecio de sus costumbres, lengua o color, desfiguramos el elemento básico de la ciudad como lugar de acogida y convivencia armónica para convertirla en campo de desconfianza cuando no de batalla. Mientras no seamos capaces en las ciudades de sentirnos responsables del mal con el que convivimos, aunque no lo hayamos causado individualmente, será difícil que superemos los problemas urbanos.
Es evidente que se necesitan dentro de nuestras sociedades transformaciones en el campo del empleo y de los sistemas de protección social. Sin una “domesticación” del capitalismo y una “desdivinización” del mercado tampoco iremos muy lejos. Pero la ciudad, aun con todas las patologías añadidas por la cultura individualista y consumista, es una realidad social. Facilita e incluso fuerza la convivencia. De hecho muchas ciudades han avanzado en dinamismos de control del territorio poniendo una buena parte del mismo al servicio del ciudadano, de su descanso, de su encuentro festivo y lúdico, y priorizando la dimensión social y comunicativa de la persona sobre el uso o abuso privado del territorio. Tras unos años de exaltación individual propiciada por la misma sociedad de mercado, la persona tiende a caer en la cuenta de la necesidad de la relación social constructiva. La formación de comunidades de solidaridad dentro de las ciudades ha sido uno de los caminos que han contribuido más al propio mejoramiento de las mismas. La solidaridad mantenida comunitariamente desde el ámbito religioso, ecológico, lúdico, intercultural, etc., pone la base de esa gran comunidad diversa que es la ciudad. La multiplicidad de estas comunidades y la relación entre ellas señala unos dinamismos indispensables para el futuro de nuestras ciudades. 
Y no solo de nuestras ciudades. Si como dice Habermas, “lo político se ha convertido regresivamente en el código de un subsistema administrativo dirigido por el poder”, las ciudades tienen la capacidad de sanear de nuevo la política desde la inclusión de la persona como el factor decisivo de la misma. Y ello gracias a que la ciudad puede lograr una relación armónica y positiva de la persona con su circunstancia social y material. La transición hacia una sociedad mundial integradora de la diversidad y hacia un universalismo multicultural ha comenzado, no sin esfuerzo, en las ciudades. Tras años de aislamiento, ruptura de vínculos sociales y aceptación de una especie de darwinismo social que apuesta por el predominio del más fuerte, la ciudad vuelve a sentir la necesidad de recuperar la cercanía humana, la ruptura de muros, la racionalidad de la convivencia simbolizada en el jardín y la alegría creativa y festiva de la diversidad.

José M. Tojeira, rettore emerito dell’Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) di El Salvador