“Cada encuentro, cada aroma de calle, todo me sirve de pretexto para amar sin medida”: estas palabras de Camus resuenan profundamente en nuestra alma, mientras reflexionamos sobre el bello tema, aquel de la ciudad, que el Tonalestate propone en este inusual 2020.
A lo largo de diversos meses, todos hemos podido contemplar nuestras ciudades desiertas de personas y de vida, en las que sólo las sirenas de las ambulancias o el parpadeo de los coches de impotentes policías lograban quebrar un sopor pesado y oscuro. Y dentro de su innatural silencio, hemos podido reconocer, quizás por primera vez, los hilos ocultos que atan nuestro sufrir al sufrimiento del otro. La ciudades de hecho goteaban de ese dolor común, que lograba incluso callar el petulante vocerío de los noticieros y de los periódicos o las agrias, arrogantes, míseras palabras de quienes no se preocupaban en absoluto que su hablar fuese fuente, en su alrededor, de muerte o de vida.
Luego, despojadas de aquel silencio innatural, las ciudades han ido retomando su rostro, coqueto y distractor, cargado de arrugas cavadas por el nerviosismo juvenil de quien quiere llegar de prisa y por la anciana lentitud de quien ya ha caminado demasiado.
Contemplando el revivir de las ciudades, en sus ritmos y con los sonidos que conocemos, viene a la mente, parafraseando a Péguy, que hay algo peor que edificar una ciudad mala y es edificar una ciudad ya hecha y derecha, es decir ya proyectada, una ciudad homologada como los complejos residenciales de los barrios occidentales, con su pequeñísimo jardín, sus dos arbolitos, y el aroma (eso, sí, hay que reconocerlo, delicioso) de la albahaca, regada con cuidado poco antes del anochecer para encubrir el exceso de heridas del corazón humano.
La ciudad es y será siempre por hacer, y nosotros quisiéramos, como nos cuenta John Bunyan en la frase del manifiesto, que cada ciudad nuestra fuera siempre una anticipación de la Jerusalén celestial, es decir de un lugar de convivencia cuyas calles no son arroyos de soledad precisamente porque están pavimentadas con el oro de la solidaridad pacífica y laboriosa de la que todo hombre desea ser partícipe.
La ciudad, que esté hecha por “tres casitas de techos puntiagudos, microscópica aldea, aldea de nada” como en el poema “Rio Bo” o una secuencia de barrios sin fin como Lagos, o una infinita extensión de chozas donde se esconden los más pobres del mundo y donde la gente vive más allá del límite de la tolerabilidad humana, es siempre y sólo allá donde viven personas que desean construir juntas, sin esclavitud ni anárquico frenesí: y esto es precisamente lo que nos sugiere la imagen del manifiesto, en aquella escena armoniosa, pintada por Spinello Aretino, de la fundación de Alejandría.
Para volver a edificar la ciudad, no hacen falta urbanistas; se necesitan hombres que puedan decir (como Italo Calvino hace que diga el Marco Polo de las Ciudades invisibles): “De una ciudad no disfrutas las siete o setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya”. Debemos, pues, aprender a hacer preguntas, así como debemos de tener el valor y la pasión para tomar la iniciativa allá donde estamos. Pero ¿cómo tomarla? ¿Con qué método? ¿Con cuál “espíritu”? ¿A cuáles fuentes recurrir para transformar las aldeas, los pueblos, las ciudades o las megalópolis donde vivimos, para que lleguen a ser respetuosas del hombre y de las diferentes identidades, y para que siempre sean respuesta a exigencias reales y no manipuladas? ¿Cuál valor daremos, en esos espacios, al silencio y al habla, al reunirnos y al vivir una positiva soledad? ¿Qué posibilidad dejaremos, allá donde estamos, a que sea nuevamente posible, cada noche, ver las estrellas y, en ocasiones, escuchar el viento que vuelve claro el horizonte mientras acaricia las inevitables heridas de la vida? ¿Acaso dejaremos que quienes deciden por la totalidad de nuestro dónde y cómo vivir sean las leyes del Estado, del mercado y de los poderosos? ¿Y nuestro deseo de humanidad verdadera, de profundo sentido de justicia y belleza será capaz de vencer a las fuerzas que ahora vuelven las ciudades o lugares de turismo, o una única infinita periferia donde, dice Pasolini, la ciudad “recomienza, enemiga, recomienza miles de veces, con puentes y laberintos, obras y escombros, detrás de altas olas de rascacielos que encubren horizontes enteros”?
Lo que hay que tomar en serio es que la ciudad donde vivimos hay que construirla juntos: sólo así la urbe nunca será, para quienes la viven, una urbe tradìta (es decir una promesa no cumplida) sino que será una urbe tràdita (es decir fiel al origen), una ciudad que brilla, a sus ojos y a los nuestros, “como si fuese sol”. Y sólo así no quedará sin respuesta (más bien será una provocación constante para amar la imperfecta perfección que es propia de la vida) la pregunta “¿dónde se encuentra esa tierra de El Dorado?”, una pregunta que el caballero andante de la poesía de Poe (de la que han sido retomados dos versos y puestos como subtítulo de nuestro manifiesto) se pone sin miedo, tan profundo era su deseo de encontrar aquella tierra donde misterio y esperanza pueden caminar juntos.