por Francisco Prieto
Harari había escrito un libro con el título “De hombres a dioses” y en tiempos, acaso los primeros en la historia de la humanidad, desde que se pudo hablar de historia de la humanidad, lo que había anunciado mucho antes de 1492 el Imperio Romano, en estos tiempos, digo, todos los territorios humanos se han unido por el advenimiento de una pandemia universal. Basta atender a los noticiarios radiofónicos y televisivos de no importa qué nación del mundo: hay un referente común, un protagonista, Covid 19. Esto no pasó ni aun en los días y las noches aciagos de la Segunda Guerra Mundial –en América Latina, por ejemplo, aquella guerra no le quitó el sueño a casi nadie.
Confinados por causa de la edad y el peligro circundante de contagio del virus, muchos habitantes de la ciudad de México fuimos, en un principio, víctimas del miedo, de ver al “prójimo” como un inconsciente portador de la muerte, un enemigo… De pronto, algunos pudimos recuperar el equilibrio, esos pocos que en un país injusto como el nuestro, México, se nos hizo presente un agradecimiento básico, éramos jubilados, contábamos con una pensión, habría que restringir gastos, reducirnos a lo esencial, la casa que habitábamos era nuestra, nadie nos podría echar. La mala conciencia quedó iluminada con la pregunta ¿y los otros? Como observó y escribió Julián Marías, hay un fondo de alegría que se cuece en la espera y la esperanza en los territorios donde se vive desde el Cristianismo, aunque se trate de las migajas de lo que antaño fuera la Cristiandad. Empezamos a hablar de los otros, nuestros amigos próximos, los que habitaban en el mismo edificio, los comerciantes que nos rodeaban: los de la recauderia, la farmacia, la pequeña quesería y charcutería, el taller del plomero y del carpintero, la panadería que había logrado sobrevivir a los mega mercados.
Mientras comenzábamos a trocar la desazón en intensidad de vida, habíamos, en casa, reencontrado el tiempo de la conversación, del silencio de la pareja que encierra un hondo agradecimiento de cada quién a cada cuál, el diálogo que se nutre de intercambiar lecturas, de atender juntos a la misma película, al mismo concierto, al telediario de cada día, todo hacía sentir que la casa era un espacio suficiente y nutriente. Por internet recuperábamos la relación con los hijos y los nietos, se iban creando nuevos rituales; luego con los amigos elegidos, un día y una hora a la semana, un ritual para consagrar el vínculo que nos había unido por muchos años y que se había vuelto un tiempo renovado. Pensábamos en los que no tenían siquiera una pensión por modesta que fuera, los que tenían que salir a la calle a buscar el sustento, los que vivían en el temor de ser desposeídos… Por lo pronto, pensamos, tenemos que comprar lo necesario en los establecimientos del barrio, ir al híper mercado sólo por aquello que sólo allí se podía conseguir. Y de ese modo, la ciudad perdida, la ciudad de nuestra infancia renacía, la que amamos por las personas que le daban vida. Ya no se iba al pequeño comercio a comprar lo que se había olvidado en la visita al gran mercado. Como antaño, se hacían las compras con la conversación mediante, desde la preocupación por el otro que se iba tornando de vecino en prójimo. Una verdadera recuperación de la vida verdadera. Los enlaces con los hijos y con los amigos eran alimento esencial y recordamos las palabras del padre Paneloux en La peste, la novela entrañable de Camus, “la muerte de los niños es un pan amargo, pero sin ella peligraría la sed espiritual”. Ahora era la muerte de los pobres en primer lugar, la muerte de los más vulnerables, la discriminación de las personas mayores, la condenación de muchos a la delincuencia para salvar a los suyos, para no sucumbir del todo. Irritaba, irrita, porque esto aún no ha pasado, el discurso triunfalista de los oficiantes del poder, la arrogancia de los hombres y mujeres de la política y de los grandes negocios. ¡Y los templos, ay, cerrados! La tristeza al escuchar on line la misa que cada domingo da un sacerdote amigo en el momento de la Consagración. Cada semana enterándonos del fallecimiento de una persona a la que admiramos, a la que hemos querido y no poder compartir el pan de la amistad, la oración comunitaria en el momento de la consagración de un adiós que para nosotros es, sin embargo, un doloroso hasta luego pero aún así, doloroso como es dolorosa toda pérdida.
Hay algo especialmente cruel en esta pandemia. Basta con salir una vez a la semana de casa para hacer aquello que no se puede hacer por teléfono ni vía internet. Uno, desde el auto, con el cubrebocas, ve las calles de los bellos barrios casi desiertas, pero si uno tiene que internarse en un vecindario humilde o uno tiene que atravesar el corazón de la ciudad, uno ve las calles atestadas con los que no tiene herencia ni pensión, los que han perdido el empleo y piden la caridad, a veces esforzándose por limpiar el parabrisas de nuestro auto, de vendernos una golosina, de tragar fuego, de cantarnos una canción… Uno piensa en los ancianos de las residencias a quienes ya nadie visita, en los hospitalizados que saben o presienten que van a morir sin ver al compañero, al hijo, al nieto… Y uno se dice que las cosas tienen que cambiar pero que no basta, es necesario recuperar la caridad, el amor de ágape, benevolente.
Uno, dueño de una casa, a gusto entre las cuatro paredes de un apartamento amplio, con el pan de cada día sabe, y le duele, que no puede dar gracias con la conciencia tranquila. Uno, entonces, sólo da gracias por la Fe que le mantiene en la Espera y la Esperanza. Uno ha recuperado el barrio, uno sueña que todos los barrios de la urbe reencuentren, con una nueva luz, sus espacios comunitarios, que cada vez más personas se den cuenta que en el interior del hombre habita la verdad y que desde la vida interior cada quién se encuentra con el otro que, sin saberlo, estaba en él. Porque lo que no está unido desde un principio no lo estará jamás y ningún ser humano, por ello mismo, puede ser una isla.
Francisco Prieto, scrittore, giornalista, docente universitario a Città del Messico